¿Quiénes Somos?

Las Hermanas Hijas de la Altagracia somos una Congregación dominicana, fundada en Santo
Domingo, República Dominicana, el 11 de Diciembre del año 1977, fruto de una reforma
impulsada por Hna. María Altagracia Gil Solís (Madre Teresa) y el Rvdo. Padre Benito Blanco
Martínez, S.J.
Surgió en la Iglesia por impulso del Espíritu Santo como una forma de vida evangélica y como
respuesta de salvación a necesidades concretas, tanto sociales como apostólicas.
Las Hermanas Hijas de la Altagracia, consagradas a Dios en Castidad, Pobreza y Obediencia; a
través de la observancia de nuestras Constituciones y la realización de las obras apostólicas,
buscamos la mayor gloria de Dios, la santificación de las almas y la extensión del Reino (Const.
1).
Fuimos constituidas como «Instituto Religioso de Derecho Diocesano» el 15 de agosto de 1996,
con Registro Oficial: Libro 25, Decreto 454; por su Eminencia Reverendísima Cardenal Nicolás
de Jesús López Rodríguez.
Dios, nuestro Señor, en su infinita misericordia nos ha hecho contemplar con mirada agradecida
su paso en nuestra historia congregacional, para desde la fe valorar la audacia de la Madre
reformadora y el Padre Co-fundador que, en apertura al querer de Dios, acogieron la misión de
salvaguardar el Don Carismático y junta a las hermanas de la primera comunidad supieron
custodiarlo y desarrollarlo en sintonía con la Iglesia.

Somos Mujeres consagradas
Nuestra consagración religiosa es don de Dios para el servicio de la Iglesia
“La vida consagrada consiste en aceptar y vivir radicalmente en conciencia y libertad plena el compromiso de entrega a la persona de Cristo y a su mensaje salvífico que hicimos en nuestro bautismo” (Const.8), buscando en todo la gloria de Dios, la santificación propia y de los demás, la extensión del Reino, mediante la observancia de los Consejos Evangélicos” Const.1) . La vida consagrada está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que ésta es un don precioso y necesario para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión (VC 3).
Esta consagración religiosa, a través de la cual se pretende hacer visibles las maravillas que Dios realiza en la frágil humanidad de las personas llamadas (VC 20), se vive dentro de un determinado instituto, siguiendo unas Constituciones que la Iglesia, por su autoridad, acepta y aprueba. Esto significa que la consagración se vive según un esquema específico que pone de manifiesto y profundiza la propia identidad. Esa identidad proviene de la acción del Espíritu Santo, que constituye el don fundacional del Instituto y crea un tipo particular de espiritualidad, de vida, de apostolado y de tradición (Cf. Mutuae Relationes -MR- 11)
La expresión plena de nuestra consagración la hacemos posible a través de la vivencia de los Consejos Evangélicos, los cuales como respuesta al don de Dios son la triple expresión de un único si dado a Dios de manera nueva y especial . Por los tres votos Obediencia, Pobreza y Castidad, dedicamos con gozo toda nuestra vida al servicio de Dios, considerando el seguimiento de Cristo “como la única cosa necesaria” y buscando a Dios, y solo a Él, por encima de todo” . Al ser consagradas por Dios recibimos un don especial en orden a la realización de su propio designio de amor” (Const. 9), y nos prepara para vivir una profunda apertura al misterio de Dios, manifestado en la alegría y sencillez de vida, la fidelidad, la entrega y cercanía a los pobres y necesitados.
Las religiosas consagradas a través de los votos de Pobreza, Castidad y Obediencia no sólo hacemos de Cristo el centro de la propia vida, sino que nos ocupamos de reproducir en sí misma, en cuanto es posible “aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios al venir al mundo” (Cf. LG 44). Nosotras hemos sido llamadas para vivirlos a lo largo de toda la vida, dejándonos transformar en un proceso que, poco a poco y aun en medio de diversas realidades, ha hecho brotar lo mejor que hay en nosotras; asumiendo en concreto su estilo de vida “guiadas por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrada, alcanzada y transformada por la Verdad que es Cristo”. La consagración, por medio de la profesión de los Consejos Evangélicos en la vida religiosa, inspira una forma de vida que tiene necesariamente una repercusión social, ya que la vida según los votos siempre da testimonio de unos valores que desafían a la sociedad, como desafían a los mismos religiosos/as .
CONFIGURADAS CON CRISTO POR EL AMOR
La llamada de Jesús, su mirada de amor, suscitan en el corazón del discípulo la adhesión de toda su persona, comprometiendo su libertad desde un sí radical a la persona de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Es una respuesta de amor a quien lo amó primero “hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1). En este amor de Jesús madura la respuesta del discípulo: “Te seguiré adondequiera que vayas” (Lc 9, 57).
 
Tal como expresan nuestras Constituciones, “la vida de oración busca una constante identificación con Cristo, el cual nos conforta en la vocación, nos prepara para la vida fraterna y nos conduce de este modo a servir a los hermanos” (Const. 35). Es por ello que, todo cuanto somos y realizamos nos viene dado a partir del encuentro con el Señor, a través de la oración, donde le expresamos nuestro amor y nos dejamos amar por Él, hasta alcanzar la plena configuración con Cristo, es decir, ser un reflejo cada vez más perfecto de su rostro (cf Ga 2, 20) Como mujeres consagradas buscamos ser marcadas por una experiencia trascendente que nos prepare para ser signos de la presencia de Dios en el mundo. Esta es la meta de nuestro seguimiento.

Vivimos en Comunidad Fraterna

El Concilio Vaticano II presentó la vida religiosa con acento especial en la fraternidad, situándola precisamente en el corazón de su misterio de comunión y de santidad , como elemento a partir del cual se entienden las personas que la definen y constituyen. Al hablar de la comunidad fraterna la describe como fruto del amor de Dios derramado por el Espíritu para reunir a sus miembros “como verdadera familia consagrada en el nombre del Señor”. (PC.15).

La comunidad religiosa es participación y testimonio cualificado de la Iglesia-Misterio. En su estructura, motivaciones y valores característicos, la comunidad religiosa hace públicamente visible y continuamente perceptible el don de fraternidad concedido por Dios a toda la Iglesia. Por ello tiene como tarea irrenunciable ser célula de intensa comunión fraterna, que animada por el carisma fundacional y enriquecida siempre por el Espíritu con variedad de dones, sea signo y estímulo para todos los bautizados

La fraternidad nos lleva a centrar la vida en un proyecto común, en el proyecto de vida y misión compartida. Este es el centro afectivo de la comunidad. Este proyecto común lo hacemos posible en la medida en que construimos comunidades «llenas de gozo y del Espíritu Santo» (Hech 13,52); renunciando a nosotras mismas, aceptando y acogiendo a la otra, practicando la corrección fraterna, viviendo con alegría la vocación y consagración, dando testimonio de fe en medio de la enfermedad, manifestando el amor a Dios y a los hermanos en la entrega y apertura.